Lo único verde que extrañaba cuando vivía en Río eran las verduras, sobre todo la lechuga. No porque no existiesen en el mercado, sino porque las lechugas cariocas de aquellos tiempos llegaban a la venta un tanto mustias del calor. Tampoco era fácil conseguir hinojos, apios, espárragos, repollitos de bruselas, alcaparras o alcauciles. Así que un día, decidí que valía la pena tener plantas si fuese para comérselas y se me ocurrió hacer una huerta. Como no tenía ni siquiera un balcón apelé a mis amables vecinos del departamento de enfrente que tenían un simpático patiecito.
Mis amigos Roberto y Flor abrazaron el proyecto y compartieron conmigo su patio y mis primeras experiencias de huerta. Usamos como maceteros unos cajones de frutas que nos conseguimos por ahí y plantamos sólo comestibles hasta que un ejército de termitas descubrió la madera de los cajones y puso fin a nuestro emprendimiento. No conseguimos cosechar ni una hojita de lechuga para la ensalada.